Un fantasma recorre nuestra mente… es el fantasma de la ciencia.
Tengo un método infalible para detectar personas de pensamiento simple: opinan que las cosas son siempre lo que parecen.
Uno de las ideas más liberadoras que he encontrado es la de que el, tan cacareado, “fin de la historia” no es sino el comienzo de un nuevo ciclo. Una nueva etapa en la que tendremos que asumir diferentes parámetros porque los que nos han servido hasta ahora están caducos. Y no parecemos muy capaces de percibir que del árbol de la ciencia está brotando fruta podrida.
Las razones de tal confusión son diversas pero hay una muy obvia: la soberbia por los logros alcanzados nos impide evidenciar el fin de etapa, pese a que las señales son evidentes (descalabros bursátiles, alza del índice de enfermedad mental, nula capacidad de acción, hedonismo babilónico…). Tendemos a pensar que es un peaje razonable a cambio de continuar disfrutando de las dádivas del estado del bienestar, cuando no son sino los signos de su resquebrajamiento e insostenibilidad. No voy a repetir la exposición que publiqué hace unas entradas: basta recordar que no vivimos un Estado del Bienestar sino del Consumo, donde todo lo que no vaya orientado a favorecerlo es penalizado. Y en la génesis del Estado del Consumo se encuentra la producción industrial, auspiciada por el avance científico.
La ciencia, el método científico, es una valiosa herramienta de interpretación de la realidad aparente pero ¿qué sucede en las numerosas ocasiones en que las cosas NO son lo que parecen? La ciencia se equivoca y si la tenemos situada en nuestro altar mayor todas las categorías, estructuras e instituciones que derivan de ella resultan falsas. Por poner un ejemplo sencillo: es como si para resolver un problema de física utilizásemos una tabla de multiplicar con los resultados cambiados.
Yendo a mi experiencia reciente, no he ocultado que durante los últimos meses he lidiado con una depresión de la que hoy me encuentro bastante recuperado. En mi afán cientifista (sí, lo confieso, yo fui uno de ellos…), acudí al médico como uno más de ese pavoroso 40% de las consultas que despachan los médicos de familia. Confiando en el criterio del doctor comencé un tratamiento con antidepresivos que me dejó aún más tronado. Al detenerme a leer el prospecto se dispararon los signos de alarma: toda la probatura de aquel fármaco (prescrito a mansalva en la sanidad pública) se basaba en pura estadística y suposiciones (amén de unos fantásticos efectos secundarios como el aumento de los pensamientos suicidas que, por fortuna, no padecí). Alguien me comenta que el actual sistema sanitarioes una maquinaria alimentada por la industria farmaceútica. No diría tanto pero algo muy podrido se cuece dentro de una sociedad que decide anestesiar sus emociones antes que enfrentarlas ¿Recuerdan el soma que se administraban los habitantes de la novela Un mundo feliz? Pues lejos no andamos.
La otra noche, conversando con una amiga psicóloga, percibí hasta que punto hemos comprado la moto de “lo científico” cuando me citaba los efectos el potasio como el que invoca a la Virgen de Lourdes. Estamos apañaos, pensé.
La ciencia se ha convertido en una suerte de nueva superchería. Un talismán por el cual otorgamos un valor sagrado a ciertas leyes únicamente porque proceden de un chamán que ha cambiado sus plumas por la bata blanca. La evidencia es aún más grave en tanto se inviste justo de lo contrario. Como diría un castizo: Nos la están metiendo doblada.
Volviendo al leit motiv de esta entrada, “las cosas no son nunca lo que parecen”. Qué la tierra es plana, que el sol orbita alrededor de ella, que las decisiones obedecen a fuerzas eminentemente racionales… Mentiras, espejismos, ilusiones que hoy resultan evidentes incluso para aquel que jamás pisó un laboratorio. Sin embargo, su defensa bien pudo costarles el prestigio, cuando no la vida, a Colón, Galileo o Freud...
Os voy a contar una historia bien triste: Se atribuye a Pasteur el descubrimiento de la relación entre gérmenes e infección, sin embargo, fue un médico húngaro el precursor del invento. Ignaz Philipp Semmelweis observó la alta mortandad que diezmaba los partos atendidos por médicos procedentes de la sala de autopsias. Basándose en su intuición, estableció un protocolo que comprendía el lavado de las manos con agua jabonosa, seguido de otro en agua clorada, consiguiendo un notable descenso en los fallecimientos entre parturientas y neonatos. Desgraciadamente, la ciencia de entonces no poseía instrumental de observación adecuado y a pesar de su importante ocurrencia Semmelweiss fue denigrado por sus colegas, muriendo olvidado en un manicomio de Viena. Eppur si muove, musitó Galileo con tal de salvar el pescuezo.
Y así cientos de casos en los que la ciencia niega los prodigios de la intuición para vampirizarlos al rato. Por tanto, no hay como aplicar a la ciencia su propia medicina para estallar la burbuja y devolverle algo de humildad. Como bien dijo Einstein: La imaginación es más importante que el conocimiento.