En estos últimos tiempos me recorre la sensación de no decidir sobre lo que escribo. Quiero decir, es evidente que Mario Bravo es el responsable de estas líneas pero, cada vez con más frecuencia, me encuentro que son los temas los que me escogen a mí y no yo el que los encara como creía antaño. Cosas raras de escritor.
Durante estas semanas el tema que me ronda es el de la prosperidad y su reverso, la pobreza. Mi amigo Arturo afirma que cuando escucha a un empresario que se ha arruinado, no le inspira compasión alguna porque “ellos no se arruinan como nosotros”. No le falta razón. El año pasado por estas fechas servidor se encontraba arruinado. Pero arruinado de verdad, no de esas ruinas que a todo lo más obligan a deshacerte del jet privado y el velero. Una serie de dejaciones (más que decisiones) habían dado al traste con el proyecto empresarial iniciado tres años antes y a consecuencia de ello me encontraba con la luz de mi casa cortada (sí, al final te la cortan), la llamada de los lunes de una secretaria de Botín para ver cuando íbamos a solucionar lo de la hipoteca y otra, en principio amable luego francamente hostil, empleada de la compañía telefónica preguntando también por lo suyo. Mes tras mes, tenía que soportar como los ingresos que generaba en mi nueva actividad como autónomo apenas alcanzaban para los pagos al fisco de aquel ruinoso y mal llevado cierre empresarial. Salir de aquello supuso una de las lecciones más útiles que me ha regalado la vida.
Hubo un punto de inflexión. Durante una mañana de julio resolví que no podía pagar una de las cantidades que me reclamaba Hacienda. Recuerdo que agobiado por la cifra que arrojaba mi declaración fiscal, salí de casa de mi madre y me marché a pasear por el parque. Hacía un sol radiante que se filtraba entre la vegetación y me tumbé en la hierba a orillas de un arroyo. Entonces, pensé: “¡Demonios! ¡Hacienda jamás me podrá arrebatar esto!” Aquel sencillo pensamiento fue la clave para que todo empezara a mejorar y lo escribo porque tengo la certeza de que fue así y lo continúo comprobando día tras día.
Si hubiera leído hace un año las declaraciones de Santi Lorenzo en la que afirma que “La pobreza es sagrada y es útil pasar por ella” me hubiera cagado en su puta madre pero, a día de hoy, no me queda sino darle la razón. La pobreza no es más que una situación temporal que depende en gran medida del azar. El problema viene de la identificación con la pobreza. Porque no somos nuestra pobreza, salvo que creamos que así es. Atravesar periodos de escasez es muy aleccionador (aunque os pueda sonar arrogante): sirve para dotarse de humildad, aprender a pedir ayuda y reconocer que tu dignidad no se mide por el saldo de una cuenta corriente.
Guardo de aquellos meses austeros el recuerdo de varias tardes en compañía de mi amigo Óscar (otro que tal…). A veces era él, otras yo el que no tenía para pagar un bote de Coca Cola pero los encuentros fueron memorables: tardes de banco en el parque en las cuáles dirimimos importantes cuestiones humanas y divinas y sobre todo reafirmamos nuestro convencimiento de que, ni en sueños, nos cambiaríamos por ninguno de los presuntos “casos de éxito” que nos han promovido como modelo. Todo sin un euro en el bolsillo.