Este verano me ha tocado, de nuevo, subir a un avión. Desgraciadamente, no hubo manera de convencer a mis acompañantes de viajar a Dublín en ferry, lo cual es una pena porque creo que la travesía hubiera sido de lo más grata.
Y ahí estaba el día de antes. Me fui a comer con unos amigos y prolongué la sobremesa por aquello de posponer el momento de hacer las maletas
Dos años sin volar. De madrugada, me despierto, enciendo la tele y un pitillo. Reponen un reportaje sobre mujeres piloto. Nos suben a la cabina mientras una mujer perfecta (de la que nunca me enamoraría) nos explica la seguridad de los vuelos comerciales, el avión como cámara de Faraday invulnerable a las tormentas, las turbulencias que no afectan a la aerodinámica del aparato, los preciosos amaneceres desde la cabina… No me creo nada y temblaré como un chiquillo durante el despegue.
Está claro que es el medio de locomoción más seguro, que diariamente se suben a un avión miles de personas, que si algo falla ni te enteras del hostión, que tal y que Pascual… Pero según se va acercando el momento de subirme se me seca la garganta, se acelera el pulso y me disgusta que me den conversación: bastante tengo con mis pensamientos de pánico.
“Creo que no podría ser uno de esos ejecutivos que se pasan la vida de aeropuerto en aeropuerto” le digo a mi hermano por aquello de destensar el ambiente. Los dos vuelos resultan de lo más tranquilos. Tengo la certeza de que hay pilotos buenos y pilotos cabrones que a la que ven un banco de nubes se lanzan en picado a bambolear al pasaje. Me tocan dos de los buenos y sin embargo las manos me sudan como a un mal jugador de poker.
Me pregunto por mi miedo a volar. Antes no lo padecía pero un año, volviendo de trabajar en Mallorca, nos tocó atravesar la dichosa “gota fría” del Mediterráneo y aquello se bamboleaba como una atracción de feria. Mi compañera de asiento me aconsejó un lingotazo de whiscky pero no es plan buscarse nuevas excusas para beber. En realidad, no se trata de temor a la muerte, sino de miedo a no poseer el control; de que si aquello dice “para abajo” poco puedes hacer, salvo gritar.
Ya en Dublín, degustando una pinta, pienso que el vuelo ha merecido la pena, que no fue para tanto y que de otro modo no podría disfrutar de una ciudad tan estupenda. Pero aún queda en mi cabeza el miedo postergado al vuelo de vuelta.
1 comment:
Yo aún recuerdo un aterrizaje forzado en plena noche de tormenta donostiarra, abrazada a mi compañero de asiento, un chico de Madrid que no sé cómo se llama y al que no he vuelto a ver...
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