Cualquiera que tenga el valor de seguir este blog, habrá notado que llevo unos meses indagando en los sentimientos y experiencias de trascendencia; encadenando cada vez más y más, conceptos que llegan desde los lugares más dispares, ilógicos y casuales del saber humano. En mi descargo, solo puedo decir que ¡yo no quería! No ha sido algo buscado ni intencionado. Pero una vez se produce el encuentro (más bien, encontronazo) con lo trascendente ¡a ver qué hacemos con ello! Ya me he pegado bastantes meses como un San Manuel Bueno Mártir a la inversa.: Negando la mayor, repitiéndome "son imaginaciones tuyas, la religión es el recurso de los cobardes o yo soy ateo por la gracia de dios". Pero no había manera... y he tenido que replantear mi existencia en nuevos términos (previa demolición de un racionalismo científico trasnochado, en el que aún andamos...). En otra entrada, ya os contaré la ruta que nace del sentimiento de pertenencia, pasa por recuperar la conexión con tu especie y llega al de trascendencia y por tanto de divinidad, porque ha sido uno de los follones más gloriosos en los que me he visto inmerso en mi azarosa vida.
El caso es que andaba pensando últimamente que las religiones no dejan de ser soluciones estandarizadas al anhelo espiritual. Es evidente que este sentimiento es universal, y servidor siguiendo postulados kantianos, pensaba que ahí terminaba el problema: En un juego de la mente, una engañifa de los sentimientos o una simple necesidad de creer. Evidentemente, mi opinión ya no es la misma: Al punto de considerar que el epicentro del colapso este modelo de sociedad post-industrial (antes incluso que la anacrónica organización del modelo laboral del que derivan el resto de estructuras) será la negación de una respuesta para las necesidades espirituales de sus ciudadanos.
No soy de los que consideran a Antonio Marina un intelectual (por mucho que anhele el título de pensador creativo). Sin embargo, es un buen divulgador: ha tenido tiempo y le gusta leer mucho y bien (tengo un gran respeto por los divulgadores, conste). Por eso, cuando hay algún tema del que me apetece obtener una visión global me parece recomendable acudir a sus manuales, antes que a otros más genéricos.
Por fortuna, su Pequeño tratado de los grandes vicios es, según su propio autor, un libro menor. Casi una disgresión de su "obra magna". Y es muy de agradecer porque va al grano y con bastante soltura sobre el tema de los vicios/virtudes. Y me ha servido para integrar mi teoría acerca de la coincidencia de las necesidades cuerpo/alma. Tenía que demostrarle al pagano que me habita, el error de empeñarse en postulados materialistas que explican cualquier regla o mandamiento en función exclusiva de orden y organización social.. Y ha sido gracias a la genealogía de los vicios que traza Marina que he alcanzado un acuerdo conmigo mismo.
Contra la corriente del pensamiento correcto (y en el mismo saco incluyo al banquero cuya codicia nos vende un espejismo de prosperidad,al mandatario soberbio que ignora su deber de servidumbre, el libertino que mancillando se mancilla o la perversión del religioso que olvidó su misión), la gran noticia es que lo que conviene al alma concierne al cuerpo y viceversa. El único camino de perfección posible liga irremediablemente lo terrenal con lo espiritual, pasando por lo moral, pues cualquier movimiento en uno de los frentes salpica y modifica al otro. Da igual que decidamos poner el foco en uno u otro lado, ambos se verán afectados y caminarán a la par.
De ahí, mi conclusión, a la luz de una panorámica de la permanencia de lo que, en los diferentes sistemas que hemos constituido, hemos considerado bueno los humanos. No es tanto que admiremos una serie de valores y anatemizemos otros en función de las circunstancias, sino que edificamos sociedades en función de un patrón universal, adaptándolo al medio que nos va tocando en suerte. Y yo a ese patrón he decidido llamarle ALMA. Ahí lo lleváis.