Imagino la vida, cada día más, como un juego de azar que no lo es. Sobre el tablero una serie de números sobre los cuáles todos hemos realizado apuestas. Al parecer quien lanza la bola no es del todo honesto y favorece a los que han depositado sus fichas sobre ciertos números, que el tipo te sopla en el reservado a cambio de una comisión. Sin embargo, algunos nos negamos a entrar en el reservado, no por el hecho de pagar un peaje sino porque pensamos que al tipo le huele demasiado mal el aliento y porque creemos en la justicia del azar y en que cualquier intento de manipularlo está destinado al fracaso.
El croupier lanza la bolita y una vez más, observas como cruza una sonrisa cómplice con los de siempre que vuelven a hacer caja mientras uno se pregunta qué sentido tiene mantenerse firme en su apuesta. Por qué no agachar las orejas, franquear la entrada del reservado y salir de allí con la combinación que te permitirá invitar a champán al resto de la mesa. Ellos lo están deseando: Doblegarte, contarte entre los suyos, demostrar que tu moral se debía tan solo a un error de cálculo. Pero por algún absurdo motivo, que algunos ya califican de defecto genético de percepción de posibilidades, te mantienes firme y sigues soñando con tu jugada....
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