Una de mis opiniones que más abucheos ha cosechado últimamente es la de
que deberían abolirse las herencias. Forma parte de mi abanico de ideas evidentes
que irritan a todo el mundo, como si uno se moviera de continuo entre
Marichalares y Bofiles, que para nada es el caso (precisamente por eso llama
aún más mi atención; porque evidencia hasta que punto hemos interiorizado los
mensajes de la lobotomía educativa en la que hemos crecido: asumiendo, como
propios, argumentos no solo descabellados, sino que operan en nuestra contra.
Hay demasiados casos: esta mañana charlaba sobre el pernicioso efecto de los
mensajes que trasmite la música popular en el imaginario sentimental colectivo,
pero esa es otra guerra…).
Al turrón: el problema estriba en lo que denomino
comportamiento del hombre-urraca, o la tendencia a la acumulación sin objeto o
con fines espurios. Hubo un tiempo en
que dicha acumulación podía tener cierta explicación: los días del
hombre-ardilla. Y digo "cierta" porque toda acumulación opera mediante la falta de fe o temor al futuro, sentimiento corrompido y corruptor. ¿Cómo puede calificarse de “sana” una existencia enfocada en futuras catástrofes? Nada puede salir bien así.
Una vez más, la mirada hacia la humanidad prístina de los
aborígenes nos devuelve incómodas respuestas a las cuestiones que en nuestro
devenir han evolucionado en falso progreso. Hay abundante documentación sobre la
práctica del Potlach, sana costumbre de ciertas tribus de dilapidar en un
banquete ritual todos los excedentes de temporadas. Esto, a ojos de cualquier
occidental, puede parecer un disparate
pero pienso que estos señores en taparrabos saben bastante más de la naturaleza
humana y del funcionamiento del universo que todas las Facultades de Ciencias
del planeta juntas. Lo que expresa en última instancia, el Potlach es, de una
parte, la necesidad del ser humano de no dormirse en los laureles y, de otra, una inamovible fe en que el universo volverá a cuidar de nosotros.
Si por algo soy muy crítico con el estamento funcionarial es
precisamente porque considero un error básico en la articulación del Estado la
institución de una casta al margen del reto; cuando es evidente que el ser humano necesita retos para su desarrollo Alguien que recibe su recompensa con
independencia de la brillantez o el esfuerzo entregado en su tarea es carne de escaqueo.
Por eso una sociedad donde el funcionariado se convierte en aspiración
mayoritaria es una sociedad enferma. Con
la herencia sucede algo semejante: resulta una práctica desmotivadora, aparte
de tremendamente injusta. La apropiación de un esfuerzo ajeno, por mucho de tu
propia sangre que sean; germen de la codicia, combustible de
crisis como la que atravesamos actualmente.
La codicia como acumulación sin objeto, como posesión sin
disfrute habría de estar penada, de no ser los propios encargados de erradicar
la plaga los principales afectados por esta. Pretéritas las épocas de hambrunas y plagas,
el hombre-ardilla que acumulaba por temor al futuro, persiste en su costumbre
ya sin objeto. Como el primate que sigue amamantando el cadáver de su retoño y al
perder la perspectiva convierte en necesidad lo que no es sino demencia. Y como
sucede con todas las perversiones, al carecer de objeto, el deseo se dispara en
una espiral imposible de satisfacer.
La solución quizás pase por lo que cantaba Krahe en su copla La Costa Suiza: levantarse cada día, trabajar, vivir y
beber de nuestro jornal y al atardecer arrojar al mar el excedente de monedas
para, al amanecer siguiente, comenzar desde cero…