Hoy lo cómodo sería sumarme a la algarabía y los fastos que celebran la jornada post 15-0 como momento triunfal. Pero, dado que ya lo hacen otros millones de ciudadanos que tuitean y retuitean el advenimiento de la, tan soñada, victoria final, me voy a permitir disentir.
Dicen que no somos chauvinistas pero ayer se nos llenó la boca de titulares sobre la pólvora incendiada gracias a la mecha del 15M, de la revolución cívica y no sé cuantos delirios más. Estamos tan envanecidos que hasta presumimos de los estragos de la crisis, válgame dios. Y, no nos engañemos, tal como se siguen planteando el asunto, nada de esto habría sucedido de no sentirse el galope de la ruina sobre nuestras cuentas corrientes, empleos e hipotecas.
Tengo buenos amigos y simpatías que me vinculan al movimiento indignado pero… no me resultan creíbles sus promesas de otro mundo posible. Básicamente, porque su motivación es egoísta. Y aunque habría buenos argumentos evolutivos para defender el egoísmo como estrategia de supervivencia, dichos argumentos están agotados y hasta que no sean superados ningún cambio será factible. Al contrario, las reivindicaciones de los colectivos agrupados bajo el paraguas del 15-M llegan a parecerme, casi, un paso atrás, porque venden lo que no es: disfrazando de anhelo colectivo lo que no es sino la defensa de cada parcela que nos resistimos a ceder. Poniendo un ejemplo evidente: a ningún profesor nunca le preocupó tanto la calidad de la enseñanza como para echarse a la calle hasta que Aguirre decidió reestructurarles su jornada laboral.
Me parece muy hipócrita denunciar al culpable, sea en forma de banqueros, políticos o promotores inmobiliarios sin realizar nada de autocrítica. De acuerdo, ellos pusieron la música pero todos bailamos a su son mientras duró la verbena y ahora les pedimos cuentas porque la pista de baile está hecha unos zorros. El 15-O se está comportando igual que ese concejal corrupto que se acerca a la sobremesa entre el constructor y el banquero para reclamar su “¿Qué hay de lo mío?”.
Llevo tiempo defendiendo que la única revolución posible es la más difícil de cuántas se han acometido. Porque es una revolución personal, un cambio que nos lleve a un estado de moralidad diferente, conscientes de que el patrón actual ya no es valido en nuestro progreso como seres humanos. Admito que es muy complicado: resulta más cómodo entregar una dádiva para el negrito hambriento a miles de kilómetros que preocuparse del vecino de rellano. El negro, por así decirlo, no salpica. Es bonito pensarse dentro del bando de los buenos cuando en realidad, como cantaban Ilegales, todos somos traidores, y “si oímos malas noticias es porque somos mala gente”. Francamente, yo estoy agotado de tener que alinearme siempre entre Guatemala y Gautepeor.
Siempre he defendido que en este país (y al parecer en el globo entero) uno se posiciona políticamente del mismo modo que un hincha del Madrid o del Barça. Me consuela y me invita a seguir peleando que uno de los sabios de nuestro tiempo, Zygmunt Bauman opinara ayer: “El 15-M es emocional le falta pensamiento”.
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