Una película golpea, la otra acaricia, pero ambas dibujan para la posteridad el estado de las cosas del ser humano de finales del siglo veinte. Ambas son un tratado sobre el dolor y cómo nos enfrentamos con él.
El dolor es ese sentimiento que arrecia cuando percibimos que las cosas no son como desearíamos. Aunque se disfraza con variados ropajes (tristeza, ira, abatimiento...) es siempre el mismo. Y uno de los signos del suicidio dulce que estamos practicando es la incapacidad de enfrentarlo, cuando se trata una de las lecciones básicas que hemos venido a aprender. Lo negamos, lo anestesiamos, lo esquivamos, lo proyectamos… cualquier cosa menos enterarnos que la vida puede doler, que las cosas no siempre salen como queremos y que, en ocasiones, la chica elige al malo, o la enfermedad nos escoge a nosotros. A este respecto, amo la secuencia de El Club de la Lucha en que el personaje de Tyler, tras provocarle una quemadura química, increpa a su alter ego: “¡Es el momento más importante de tu vida y tú decides perdértelo!”. En otro tono, en Smoke el escritor Paul Benjamin también debe enfrentarse al dolor de la pérdida de lo que más amaba y también contará con ayuda.
El dolor no es algo deseable y la tendencia a rechazarlo es la prueba evidente de nuestra naturaleza gozosa. Pero de nada sirve pertrecharse en jaulas de oro porque el dolor es incorpóreo y nos atrapará igualmente. Los intentos de sobreprotección o narcosis no conducen sino a estados terminales de aislamiento y dependencia. Hagamos frente al dolor; ambas películas ofrecen pistas de cómo hacerlo: bien a hostias como Tyler, bien pactando como Auggie. Cada uno escoge....
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