Wes Anderson es un dios porque consigue crear un universo propio. Al estilo de un Tim Burton degustador de extravagancias anacrónicas y dotado de un buen gusto formidable que se contagia incluso a sus bandas sonoras (en este caso, a base de fragmentos de Henry Purcell orquestados por Benjamin Britten). No obstante, en alguna de sus películas esta evidente virtud se transforma en defecto al supeditar la historia a su poderío estético. No es el caso de Monrise Kingdom donde precisamente lo conmovedor es la historia de amor de sus infantiles héroes, destinados a dar una lección de savoir faire a todo su entrono.
Outsiders de corta edad que lo tienen cristalino.
- Ni vosotros me gustáis a mí, ni yo os gusto a vosotros ¿por qué no nos dejamos en paz de una vez? - reclama él, en un momento.
- No pretendía otra cosa que traicionar a mi familia - confiesa ella, en otro.
La familia como trasunto de la sociedad vuelve a ser diana para Anderson, que demuestra que la vida en la idílica Nueva Inglaterra puede resultar igual de rancia que en cualquier otra sociedad que mantenga sus instituciones sin cuestionarlas. Y dos niños raros, pero con la consciencia de que si no emprenden su fuga habrán perdido todo por lo que merece la pena vivir.
Los actores, todos freaks con denominación de origen, desde el sempiterno Bill Murray a un inspirado Edward Norton pasando por un Bruce Willis de solvencia crepuscular y una Frances McDormand eterna víctima de su propia apatía, están todos de lujo en este alegato esteticista sobre el poder del deseo y la disidencia.
Salir de esta fábula maravillosa y encontrarme con un país a punto de derribo celebrando su victoria en la Eurocpa fue como sufrir un derrame cerebral.
1 comment:
Qué horror toparse bruces con la europa! Puag
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