El inspector decide tender una trampa al sospechoso de un crimen contra el que no tiene pruebas: Invita a cenar al tipo y contrata una actriz para que se caracterice de la victima asesinada e irrumpa en escena. Durante la cena, el asesino intenta mantener la calma, pero finalmente se derrumba ante la presencia del espectro y confiesa. El inspector detiene al tipo y acude a felicitar a la actriz por su magnífica interpretación, pero esta se disculpa porque ha sufrido un retraso y no pudo llegar a tiempo (...suenan los compases de la Marcha fúnebre para una marioneta de Gounod).
La culpa de que visionara tal historia con ocho años y no pudiera conciliar el sueño en toda la noche, fue de mi padre. El hombre era muy aficionado al suspense y gracias a él supe de la existencia de un mundo mucho más oscuro que el que habitaba. Me vino bien. Así, cada semana, veíamos juntos un nuevo capítulo de “Alfred Hitchcock presenta” aunque luego yo no pudiera dormir. Me encantaban aquellos capítulos, de apenas treinta minutos, en los que personajes corrientes se las medían con el crimen, el miedo, la angustia, los fantasmas o el delirium tremens...
No volví a ver la serie hasta mucho tiempo después. Durante los años ochenta pasaron un remake pero no era lo mismo: ni la serie, ni yo. Incluso Tarantino intentó emularla en un capítulo de la película Four Rooms, con resultados lamentables. A día de hoy, gracias a los coleccionables de periódico, recupero cada noche aquellas historias añejas, deudoras de los cuentos de Allan Poe, Conan Doyle o Roald Dahl. Y a la hora de acostarme vuelvo a revisar la almohada para comprobar que debajo no se esconde ninguna serpiente.
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