Vivimos malos tiempos para la lírica pero ¿cuándo fueron buenos?
Frente al envite continuo de exigencias y expectativas creadas, solo caben dos caminos: o enfrentarlo o convertirse en Lama. Como esto último no es tarea fácil, sobre todo si insistes en el anciano vicio de llevarte al buche un plato de sopa todas las noches, no queda otra que responder. Los más se pliegan, conceden; acaban asumiendo el rol que le han entregado las circunstancias y lo desempeñan con mayor o menor soltura según su grado de destreza. Luego están los del “no acepto” que tampoco son materia de hoy. Porque hay un pequeño grupo muy pintoresco sobre el que apetece escribir hace tiempo. Como los primeros, igualmente culpables, igualmente aquiescentes y cómplices pero que, de algún modo, han logrado escapar al olimpo de la superioridad moral. Y la realidad es que el fango les llega tan hasta el cogote como al resto. Son los cínicos.
Me resultan entrañables los cínicos porque somos unos grandes cobardes. Somos los profesionales del sí pero no (o más bien al contrario del no pero sí). Especialistas en el arte del disimulo, la media sonrisa, de “la cosa no va conmigo”… Capaces de observar como todo se va al garete sin otro movimiento que un ligero arqueamiento de ceja. Al menos, no nos engañemos. Podrá aducirse fatiga, falta de fe o dolor de huevos… ¿Quién no tiene su propia excusa para rendirse?
La otra tarde, un buen amigo me repetía “ser espiritual no te convierte en mejor persona”. Razón tenía. Ser cínico tampoco. Si acaso, al contrario porque el rebaño ignorante, aún guarda esperanzas en la llegada a puerto. El cínico observa impertérrito la deriva, refugiándose en un lenitivo “no es mi responsabilidad”. Vaya por delante, que creo que es la corriente filosófica campante en occidente. La gran vencedora. Solo que el cinismo no se hace responsable ni de sus victorias.
Si triunfan historias como las de Casablanca o La Jungla de Cristal es porque nos hablan de la redención del cinismo. De la postrera implicación con otros seres humanos. Del necesario e imprescindible alzamiento de máscaras que se produce al encontrar a un tío capaz de gritarle a los malos “Yippie Ki Yai, hijodeputa” mientras los ametralla como dios manda.
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