Cualquiera que se detenga a repasar las características, aquello que nos hace humanos, convendrá que el lenguaje es una de las principales. Groso modo, lenguaje es la transmisión de conocimientos codificados que permite romper su ligazón natural con la experiencia y por ende, con el tiempo. Gracias al lenguaje eludimos el desgaste de experimentar para conocer. El conocimiento llega como un susurro desde el confín desde los tiempos o desde las antípodas, venciendo la cortapisa espacio-tiempo.
Es un hecho que el lenguaje crea realidades. Esto lo sabe cualquier chaval de primero de psicológia o de marketing y ha favorecido la proliferación de escuelas de PNL o coaching lingüístico, dicho en hortera. El caso es que se trata de una evidencia que me gustaría desvincular de la literatura de autoayuda para trasladar a nuestro día a día. Desde la utilización inconsciente de los verbos “tener” y “deber” (la obligación interiorizada es uno de los principales productores de culpa y miedo, antagonistas naturales de la alegría y el amor que todos deberíamos disfrutar) hasta la educación en el pánico que implica frases como “Cuidado con el perro”, “No hables con desconocidos” o “todas las mujeres son unas putas”. Especial responsabilidad deberían tener padres y educadores para no trasladar miedos y traumas que, en su momento, ya les jodieron su vida. Observo cómo se abusa con alegría de las radiofórmulas que bombardean a la oficinista o tendera de turno con canciones donde el amor es desgarrado y dependiente o no lo es. Y en la tele seriales y películas amplifican el mismo mensaje, interrumpidos por algún spot que te recuerda lo feliz que serías de tocarte la lotería (luego, ahora, no lo eres).
La otra mañana, fumando, reparé en la advertencia “Fumar mata” del paquete de cigarrillos y que ya ocupa la mitad de una de las caras del paquete. En la otra el mensaje no es más alentador: una foto del depósito de cadáveres. ¿De verdad es necesario tal nivel de dramatismo? Soy consciente de que el futuro de mi salud pasa por abandonar este feo hábito pero ¡déjenme decidirlo por mí, copón! Y sobre todo: no me programen para morir. Jamás en mi vida firmé un contrato que en sus clausulas avisara: “Este trabajo le causará depresión” ni escuché al oficiante de boda alguna aquello de “amarás a mengana hasta que la muerte os separe, o todo se vaya al cuerno y te veas en la calle abonando una pensión vitalicia”.
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