Hoy me ha tocado madrugar para dedicarme a la albañilería. Nada serio, pero todo un reto para alguien como yo.
Desde niño he sido muy torpe en mis relaciones con lo físico. Mi padre apenas ganaba para pagarme los infinitos pelos de segueta que gastaba en los deberes de Trabajos Manuales. Y los resultados... en fin. Por fortuna la asignatura era de las denominadas "marías" porque sino aún estaría enepitiendo séptimo de E.G.B.
Siempre he envidiado a los manitas. Me recuerdan un poco lo que afirma Martín Amis de los guapos (y que yo, con matices, suscribo): su vida debe ser mucho más confortable. Ya abundaré sobre el tema que si no me voy a dispersar demasiado y uno de mis propósitos en esta página es no hacerlo.
El caso es que con el paso de los años y la ausencia de una asignatura evaluable sobre el asunto decides olvidarte del bricolaje. Al fin, apretar una tuerca, pelar un cable o reparar un motor no son situaciones cotidianas a menos que curres en un taller. Sin embargo, aunque tú olvides el bricolaje, éste nunca te olvida a ti. Y llega el día en que te encuentras cara a cara con el horror... una gotera en el techo del baño, la lavadora que no arranca o una encimera del Ikea.
No me gustan las cosas que no entiendo. Quizás sea esta la razón última de que me hiciera agnóstico. Pero si bien uno puede permitirse el lujo de apartar a dios de su vida, no se puede hacer igual con el cuarto de baño (a menos que uno esté dispuesto a asumir una discriminación mucho más severa que la de los cristianos en sus buenos tiempos). Tampoco me gustan demasiado las dependencias. En fin, podría actuar como mucha gente que a la primera de cambio acude al profesional de turno pero a mí me da mal rollo. Es así: no me agrada la idea de que un tipo entre en mi casa se camele a mi lavadora y la deje como nueva. ¿Verdad que nos resultaría violento llamar a un servicio 24 horas porque nuestra pareja no alcanza el orgasmo? Pues eso. También es claro que uno tampoco puede ser el Da Vinci de la chapuza doméstica; pero confieso que a veces he renunciado durante largas etapas a ciertas comodidades sólo por no rendir mi posición.
Recuerdo una entrevista a Woody Allen en la cual refería su fobia a la naturalaza. Servidor, que tantas y tantas veces ha pensado de las palabras del genio “joder, esto se me tenía que haber ocurrido a mí”, pensé entonces “pues este señor no sabe lo que se pierde”. Y, en la medida de lo posible, no me apetece perderme nada que merezca la pena. Por tal motivo subo en aviones aunque me suden las manos durante el despegue, por eso bailo en los conciertos aunque a veces me muera de vergüenza o por eso hoy he madrugado para reparar las filtraciones de la ducha aunque me cueste hacerlo.
La conclusión me la brinda inesperadamente una publicidad de detergentes, demostrando que, antes y después de Manuel Luque, la sabiduría te asalta dónde menos te lo esperas. “Ensuciarse es bueno” es el aforismo que nos regala la última campaña de Skip, acompañando las imágenes de unos niños que manchan su delantal en clase de pintura. No voy a discutir la dimensión moral del término “bueno” (otro día, que hoy se hace tarde), pero creo que “ensuciarse” es la única manera posible de vivir.